de: Zulma Sierra
Yo no sabía lo que era migrar
hasta que viajé a España. De hecho, no supe que era una “inmigrante”, hasta
varios años después de instalarme en España. Cuando llegué, me miraba en el espejo y me reconocía como profesional, como
estudiante colombiana de máster, como turista, pero nunca como inmigrante.
El término me empezó a sonar
familiar cuando tuve que hacer larguísimas colas a altas horas de la mañana
para sacar una tarjeta que me daba derecho a circular con “permiso de estancia
como estudiante”. En la cola compartí horas con trabajadores y con familias de
diferentes países y entendí que mi diploma no me convertía en un ser superior.
Luego, cuando ese mismo diploma
terminó valiendo nada ante los ojos de posibles empleadores, mi desconcierto se
transformó en reivindicación. Comprendí que muchos, como yo, terminaban
guardando sus profesiones en la maleta y se ganaban la vida honradamente, pero
trabajando “de lo que fuera”, y entendí que éramos muchos, de diferentes
condiciones, edades y oficios con una sola etiqueta en la cara: inmigrantes.
A todos nos metían en el mismo
saco, sin importar nuestro país de origen. Inmigrantes latinos, decían, o para
resumir mejor y más rápido: latinos en España.
En ese momento me reconocí como
latinoamericana y me encantó. Nunca, en los veintitantos años que viví en
Colombia me identifiqué como ciudadana de una región. En cambio aquí, como
parte de un grupo, me asumí sin prejuicios y me reconocí en las mismas
preocupaciones y los mismos miedos que cualquier otra mujer de Venezuela,
Ecuador, Perú, Bolivia o Chile. Sentíamos casi lo mismo y nos identificábamos
en las calles como quien detecta a otro integrante de su familia a metros de
distancia.
Luego entendí que para trabajar
“de lo mío” debía demostrar más que cualquier autóctono con la misma formación
o la misma experiencia que yo. Demostrar más, trabajar más, validar más.
Curioso, pero así funcionaba. Tu título, por sí mismo, parecía provenir de una
universidad sospechosa, de un rincón exótico difícil de clasificar. Así que me
integré al engranaje sin protestar y poco a poco, me fui haciendo un hueco en
este país ajeno, que poco a poco se fue haciendo mío.
Hoy, casi diez años después de mi
primer aterrizaje en este país, me sigo identificando con los míos, con los
“latinos en España”, pero admito que parte de mi identidad se ha moldeado con
todo aquello que disfruto y admiro de esta sociedad. Soy parte de un todo
complejo y difícil de detallar pero, al mismo tiempo, fascinante: la migración.
Ese saberte tú, con tu propia cultura y limitaciones y ese saberte parte de una
tierra que vuelves tuya prácticamente sin darte cuenta.
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